Prof. Francisco Pérez Soriano

«… el amor hacia una cosa eterna e infinita apacienta el alma con una alegría totalmente pura y libre de tristeza, lo cual es muy deseable y digno de ser buscado con todas nuestras fuerzas.» -Baruj Spinoza [Tractatus de Intellectus Emendatione, I, 10]

Preguntar «¿para qué Filosofía?» o si esta tiene sentido o no, es una cuestión que va más allá del simple rechazo o la aceptación de la vil inutilidad – postulada por algunos pensadores postmodernos – o del buen provecho práctico e inmediato que de ella se puede sacar. Pues, ¿acaso no es ella quien preside tanto las puertas de la luz como las de la oscuridad… una enigmática esfinge que emerge tanto de lo conocido como de lo desconocido y que ocupa el centro mismo de nuestra humanidad?

A nuestros ojos, la cuestión resulta evidente. La misma oculta y trasluce ad hoc una dramática e inseparable implicación: la de su naturaleza y la de su finalidad. No obstante, ¿qué tanto de sensatez, de atinado, o de evidente tiene esta curiosidad, este inquirir acerca de su valor, hoy diluida por el ruido y la violencia y soterrada por la predominancia de lo económico, así como de las ideologías políticas y religiosas?

Filósofo y no sabio, según el decir pitagórico, es quien ama la sabiduría, quien acude a su llamado y la transforma en vitalidad consciente en virtud de un propósito. A esto también apunta el sentido platónico de la Filosofía, su para qué. En ambos, lo significativo de su unidad responde a un objetivo práctico que supone a la vez un ideal místico-metafísico en el cual belleza, virtud y verdad están enraizados en una misma base común de sustentación: el amor. Manantial de dicha y felicidad.

«Para ser dios, se hace necesario primero ser humano» [Pero también podríamos plantear lo contrario: «Para ser humano, se hace necesario primero ser dios»]. He aquí una clave pitagórica al enigmático drama de la existencia. Y es que es en y desde lo humano donde se hace posible y perceptible esa visión que descubre y esa voluntad que llama hasta las más ocultas potencialidades que habitan en nuestro fuero interno. De ahí que nos diga Pitágoras que:

  • Si se os pregunta: «¿Qué es la filosofía?». Decid: «Es una pasión por la verdad, que da a las palabras del sabio el poder de la lira de Orfeo». – Si se os pregunta: «¿Qué es la virtud?». Decid: «La filosofía en acción». – Si se os pregunta: «¿En qué consiste la dicha?». Decid: «En estar de acuerdo consigo mismo. Un laúd bien afinado es armonioso. El alma bien armonizada es feliz». – Escuchad: si queréis ser sabios, el comienzo de la sabiduría es el silencio. – Si se os pregunta: «¿Qué es el silencio?». Responded: «La primera piedra del templo de la sabiduría».

Si nuestra vida no es más que un instante entre eternidades, ¿qué más grandioso para el hombre y la mujer que fortalecer cada día su acción individual con las virtudes más elevadas de las que sean capaces: la sabiduría, «la Bella Durmiente del Bosque» que confiere al ser humano la luz; el amor, el supremo don que le da placer al vivir, que brinda felicidad; y la verdad, la doncella de ojos claros, sinceros y nobles que proporciona libertad y que no esconde nada porque nada tiene que esconder?

Con razón se ha dicho que el intelecto busca aquello que le es indispensable encontrar: la luz, la sabiduría. El corazón, en cambio, pide calor, amor: amar y ser amado. La voluntad llama para que le abran las puertas de las cárceles, a fin de tener libertad para actuar; cada uno de ellos busca lo que no tiene para poder llegar a la más elevada integridad. Es algo así como la interesante y hermosa historia del Mago de Oz.

En este sentido, se está hablando ya de una búsqueda suprema; de una llamada divina que implica la unidad de un océano que tiene vertientes prácticas y metafísicas, así como la grandeza y la relatividad infinita del para qué. Si la Filosofía, bien entendida, resulta ser en su esencia práctico-social virtud en acción (ética), esta, por supuesto, jamás debe estar desprovista o desvinculada de un fundamento metafísico. Pues la Filosofía, más que la Ciencia, la Religión y el Arte, es una llamada interna al perfeccionamiento del ser humano. El filósofo en sentido estricto, aquel que busca la sabiduría, es el que al escuchar este toque interno, está llamado a poner la primera piedra para luego poder colocar la segunda en base a un sólido accionar ético. Todos podemos ser filósofos.

Abordar la cuestión de si los seres humanos tienen o no naturaleza y, en caso de tenerla, lo referente a su constitución, es una problemática que, debido a su complejidad y la falta de espacio, no se puede tratar aquí. Sin embargo, se sostiene que los seres humanos, en tanto que individualidad y ser social, desarrollan un carácter y una personalidad. A través de las relaciones sociales, se reproducen determinadas estructuras y condicionamientos, al igual que ciertas características que luego son recreadas acríticamente por los individuos, como si hubiesen existido desde siempre, a través de sus actitudes y pensamientos que constituyen una determinada sociedad o cultura. La relación es recíproca. El hombre crea la cultura y las sociedades, pero también la cultura y la sociedad lo recrean a él. «Lo que hoy somos descansa en lo que hoy empezamos, y nuestros actuales pensamientos forjan nuestra vida futura, esta vida que es creación de nuestra mente. […] Si un hombre habla o actúa con mente impura, así entra consigo la desdicha, como la rueda de la carreta es arrastrada por el buey que la hala. […] Si un hombre habla o actúa con mente pura, la dicha le sigue como su propia sombra (2)».

Como ser social, el individuo posee libre albedrío, pero al mismo tiempo es influenciado influenciamente por diversos tipos de inconscientescondicionamiento. Los interioriza, los socializa y esto genera una serie de racionalizaciones que, en la mayoría de los casos, se convierten en creencias en lugar de conocimientos. Estar sumergido en las creencias es estar dormido, no despierto.

Ser filósofo implica estar alerta al conocimiento y saber discernir entre lo que es saber y lo que no lo es, ser crítico y estar firmemente decidido a trascender cualquier tipo de condicionamiento. Significa situarse más allá del bien y del mal, de lo bello y lo feo, de lo justo y lo injusto. Es ver en uno mismo y en los demás al maestro, no al amigo o al enemigo, la belleza o la bestia, el bueno o el malo. También implica estar dispuesto a aprender, desaprender y aprender a aprender.

Todo cambio de percepción y actitud comienza con el autoexamen de autognosis. Este es el primer paso y puede llevar a una auténtica transformación del individuo y, por ende, de la sociedad en sus múltiples aspectos, si realmente se busca mejorar y lograr una mayor efectividad ético-social. Una renovación interna es la base para una transformación radical de la sociedad actual. Hoy en día, entender esto reviste una gran urgencia.

Desde el punto de vista social y filosófico en Platón, el hecho de que los expertos entreguen los resultados de sus investigaciones al filósofo gobernante no solo implica un noble ideal ético, sino también que el filósofo sea capaz de proporcionar una síntesis totalizadora del conocimiento con un propósito ulterior eminentemente ético-filosófico. Ahora bien, ¿cuál sería el objetivo de este propósito ulterior si necesitamos una llamada superior y un arte regio que sepa hacer uso del conocimiento adquirido y si solo un arte de tal naturaleza nos haría dichosos? Evidentemente, se trataría de un saber orientado al conocimiento y la felicidad que pueda brindar al individuo, y no por la utilidad material e inmediata que pueda ofrecer.

Este arte regio es un método y una filosofía, y quien lo posea podría decir, al igual que Platón, que no necesita del éxito porque lo hace virtuoso. Esta es su finalidad superior. ¿Podría haber algo más divino que esto? De ninguna manera. Como se mencionó anteriormente, lo importante es destacar que esta finalidad no apunta al disfrute material o al éxito personal que proporciona la vida fácil, el progreso material y el deseo de dominio político y económico sobre el hombre y la naturaleza.

Jamás podría ser lo mismo la política entendida y orientada como progreso social basado en la injusticia y la irresponsabilidad oportunista del «demócrata», o la perversa crueldad del tirano, que este saber regio, puesto que su proceder no es el mismo ni tampoco su finalidad.

Aquí surge la necesidad de unir al filósofo y al político, de que ambos sean lo mismo pero con una noble finalidad ética. La acción política e ideológica debe tener, sin embargo, una fundamentación ética y filosófica. De este modo, la política, en el sentido duartiano, sería «no una especulación, sino la ciencia más pura y digna de ocupar las inteligencias nobles», pero solo después de la filosofía. ¿Es esto un sueño, una utopía? No solamente paradigmático.

A partir de esto, tendríamos que hablar de una filosofía política totalmente diferente a la que aplicamos hoy en día. La diferencia sería radical, ya que este arte de filosofar se convertiría en un arte cuyo conocimiento tendría como objetivo principal hacer sabios y buenos a los hombres. De lo establecido, se entiende que la filosofía pueda ser considerada como un bien práctico y útil, un auténtico camino que mantiene alerta al filósofo y lo libra de falsas creencias, evitando ser víctima de cualquier fanatismo ideológico, ya sea de carácter político o religioso, además de proporcionarle uno de los bienes más deseados: la felicidad [Misterioso Pájaro Azul].

Primero, que la filosofía es autoconocimiento, busca causas y establece principios.

Segundo, que para nuestra época, la filosofía resultaría de suma importancia, ya que aportaría al accionar político y social las bases ético-filosóficas más razonables y de sentido mucho más íntegras y humanas, al ser la filosofía síntesis e integración total de los saberes.

Tercero, la filosofía es necesaria porque nos enseña a ser virtuosos y, en consecuencia, a proporcionarnos auténtica felicidad. ¿Acaso no sigue siendo esto necesario hoy en día? ¿No tiene valor perenne ese sabio, antiguo y hermoso pensamiento inscrito en el Templo de Delfos -aún más antiguo que el propio templo- que dice: «¡Conócete a ti mismo y conocerás el Universo y los Dioses!»?

La filosofía de Platón, al igual que la de Pitágoras, Buda, Cristo o Lao-tsè, surge de ese divino templo interno que reside en el ser humano. Es una mayéutica del conocimiento y del desarrollo del ser interno de las personas, del despertar de su divinidad. ¡Y qué más divino que la bondad, la justicia, la sabiduría, el amor y la verdad! Ellos jamás entendieron ni propusieron el conocimiento como dominio del mundo externo, entendido este como cosa o valor de cambio. He aquí, en este sentido, su gran valor y necesidad actual. ¿Podría haber en el mundo actual algo más universal y que necesite ser más actualizado que este tipo de enseñanzas? Podríamos decir, por consiguiente, que saber filosofía, o mejor, filosofar, es necesario e inevitable y, por lo tanto, digno de hacer de esta actividad algo bueno y provechoso para nosotros.

La razón de esto podríamos encontrarla en H. D. Thoreau, quien nos dice: «Ser un filósofo no consiste simplemente en tener pensamientos sutiles, ni siquiera en fundar una escuela, sino en amar la sabiduría de tal modo que se viva, de acuerdo con sus dictados, una vida de sencillez, independencia, magnanimidad y confianza (3).» Además de esto, ¿qué podría ser más fundamental en nuestras sociedades actuales? ¿Qué Qué

Hay en todo ser humano, como nos dice Aristóteles, un deseo natural de saber, e incluso nos atrevemos a decir, un deseo natural de ser, pero de ser algo mejor de lo que «se es» en tanto que «Yo» o persona; pues el problema es que nos creemos lo que somos y entonces somos lo que nos creemos. Sin obstinantes

Sin embargo, es este sentimiento de insuficiencia el que impulsa la necesidad de experimentar reflexivamente nuestra conciencia del «estar ahí», y es como si existiera, muchas veces inconscientemente, un prístino deseo que nos lleva de lo supuestamente conocido a lo desconocido, de lo que sabemos a la búsqueda o a la caza, como el Príncipe de Tuan, de lo que no sabemos. De ahí que surjan innumerables interrogantes, las cuales durante mucho tiempo siempre han estado presentes, constituyendo toda la filosofía existencial: ¿Qué sentido tiene mi existencia? Es decir, ¿para qué existo, realmente? O bien, ¿cuál es el propósito de la vida? ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Hacia dónde voy? ¿Qué me espera después de la muerte? ¿Por qué todo esto que me rodea: toda esta gente, esta naturaleza, este inmenso universo, por qué y para qué existen, por qué están ahí, de dónde vinieron y cuál es su destino? (1) ¿Qué o quién es «Dios»? ¿Hasta dónde es posible conocerme a mí mismo y a todo el mundo? ¿Tiene el mundo algún final inminente o durará por siempre? ¿Qué principios deben guiar y orientar mi existencia? ¿Qué está pasando con el individuo y su sociedad de hoy? ¿Qué debo hacer? ¿Qué es el bien? ¿Qué es el mal? ¿Por qué todas estas preguntas? ¿Por qué no podemos dejar de hacerlas? … ¿No son todas ellas acaso cuestiones filosóficas? Por consiguiente, ¿podríamos liberarnos de preguntas tan perennes y filosóficas que incluso van más allá de toda filosofía y de toda época?

¿No son ellas una invitación o llamada de «alguien» muy interno en nosotros que nos insta a descubrirnos, a enfrentarnos a lo que realmente somos, y no a lo que muchas veces «creemos que somos», y a prepararnos en un Ahora que es nuestra misma conciencia? Si deseamos respuestas a todas estas preguntas, ¿por qué no pedírselas a Peter Pan?

De acuerdo con la evolución de nuestra consciencia y la profundidad de nuestra sensibilidad, estas interrogantes pueden resultar tan necesarias e interesantes que incluso nos induzcan a cultivar un sentido ético inherente a nuestra existencia, una filosofía de la vida y, en consecuencia, a recorrer, a veces, un sendero espiritual.

Tal parece que la mente humana tiene un destino y un propósito, aunque no siempre podamos darnos cuenta de ello. Constantemente somos asaltados por cuestiones de las cuales, aunque queramos, no podemos apartarnos, pues de una manera insistente son replanteadas por la naturaleza misma de nuestro pensar. Por cierto, se nos hace difícil o no podemos, en determinados momentos o estados, responder a ellas, porque cuando sobrepasan nuestra capacidad son insensiblemente soslayadas. Sin embargo, lo curioso del caso es que siempre hemos sido presa de esas inquietudes trascendentales, de esa responsabilidad que, como fuerza, nos induce a investigar lo que supuestamente no podemos saber desde ella misma antes de saber que no podemos. Pues, no es posible para la pura razón aprehender la totalidad de su ser, establecer un punto límite en el límite, ni tampoco un punto ilimitado en lo ilimitado.

Somos una enigmática esfinge, un puente entre lo conocido y lo desconocido, un tránsito entre lo finito y lo infinito. Entre el día y la noche, somos un amanecer; entre el sueño y la vigilia, un despertar. Entre lo consciente y lo inconsciente, un darnos cuenta y no darnos cuenta. Somos una flor entre dos eternidades. La misteriosa esfinge oculta infinitas posibilidades que solo dependen de nosotros. Realmente, somos eso. Por ello, a lo largo de eternidades podríamos seguir cantando con Whitman:

Hay eso en mí, no sé lo que es, pero sé que está en mí. / Retorcido y sudoroso, calmo y frío se vuelve luego mi cuerpo, / duermo, largamente duermo. / No sé lo que es, no tiene nombre, es una palabra no dicha, / no está en ningún diccionario, lenguaje, símbolo. / Algo gira más que la tierra en la que yo giro, / para ello la creación es el amigo cuyo abrazo me despierta. / Quizá pudiera decir más, ¡Esbozos! Ruego por mis hermanos y hermanas. / ¿Véis, oh hermanos y hermanas míos? / No es caos ni muerte, es forma, unión, proyecto, / es vida eterna, es felicidad (6).

Una historia perteneciente a la tradición taoísta parece ser comparable con esta, y es el célebre sueño de la mariposa del sabio Chuang Tsé. En su relato clásico, el filósofo cuenta que soñó ser una mariposa, disfrutando de un maravilloso tiempo revoloteando de flor en flor, impulsado por las suaves brisas de la primavera. Sin embargo, al despertar de esa placentera ensoñación, se percató de que ya no estaba seguro de si era un hombre que había soñado ser una mariposa o si, en realidad, era una mariposa que en ese instante soñaba ser un hombre.

El Secreto de la Flor de Oro; Edaf, Madrid, 1995, versión de Thomas Cleary, páginas 193-194. (6).-WALT WHITMAN; Canto a mí mismo; Edaf, Madrid, 1984, pág. 181.