Ética y condición humana.

Pronto, el año que viene, podré celebrar treinta años dedicándome en forma pública a temas de filosofía. Hace, en efecto, tres décadas que publiqué mi primer libro, La filosofía y su sombra, que en su día fue un acontecimiento filosófico de primera magnitud. Recuerdo a este respecto un célebre artículo de José María Carandell, que armó mucho ruido, publicado en la prestigiosa revista «Destino» de Barcelona, que se titulaba La filosofía de una nueva generación. Ese primer libro mío tenía, como característica principal, someter a la Razón ilustrada, o a la Razón crítica, a un permanente cerco en relación a sus propias sombras. En cierto modo ese libro marcó el ámbito filosófico en el que, a partir de entonces, iba a moverme.

 

Mi propuesta filosófica, la que con ese libro inicié (y que luego proseguí en múltiples publicaciones) pretende someter a la razón filosófica a un diálogo constante y continuo con sus propias sombras. No intenta ni pretende disolver nuestra inteligencia en lo irracional (en la locura), en la disolución de la identidad, en el pensamiento mítico o mágico, o en el mundo ético de las pasiones, o en las estéticas de lo siniestro, o en relación al ámbito de lo sagrado). Se trata, más bien, de favorecer un constante forcejeo entre la razón y esas sombras. Ese diálogo preserva el carácter crítico de la razón. Y en él consigue la razón adquirir madurez y solvencia en virtud de esa prueba, de ese experimento, consistente en abrirse a todo aquello que la reta, o que la asedia desde su propio extrarradio.

 

Al cabo de treinta años puedo dar nombre a esa razón ilustrada y crítica que se fortalece en virtud de ese diálogo con sus propias sombras. La llamo razón fronteriza. Y sobre ella he elaborado un texto que acaba

 

de aparecer en el que condenso la idea o concepto de razón que se desprende de mi propuesta filosófica. A esa propuesta filosófica que desde hace años voy dando cuerpo la llamo «filosofía del límite». Y el concepto de razón, o de inteligencia racional, que a esa filosofía del límite corresponde es a lo que en este nuevo libro llamo «razón fronteriza».

 

Frente a una Razón dogmática, que se impone mediante la exclusión de sus sombras, o frente a las propuestas «postmodernas» de disolución de la razón, propongo una razón crítica que halla en esa frontera entre ella y sus sombras el lugar mismo de su propia emergencia. Esa razón fronteriza se expande de forma transversal por todos los ámbitos que son específicos de la filosofía: tiene cosas que decir en el ámbito de la estética y de la filosofía de la religión, pero también en el terreno de la ética y de la reflexión cívico-política. Pero sobre todo esa propuesta de razón permite una reflexión sobre nuestra propia condición (humana); nos permite esclarecer eso que somos. Ya que en última instancia la gran pregunta filosófica es la que parece condensar todas las demás, la pregunta: «¿Qué es el hombre?».

 

Desde siempre he considerado que la filosofía es unitaria. No existen especialidades filosóficas. Se trata de desplegar una Idea sobre los distintos ambitos en los cuales circula la reflexión filosófica. Para lo cual es preciso, evidentemente, formular tal Idea como propuesta. Y elaborar del mejor modo esa propuesta. Tal propuesta es filosófica siempre que permita entender de una forma renovada la realidad y el mundo en el que estamos, a la vez que nos posibilite clarificar nuestra propia capacidad (inteligencia) de dotarle de

 

* Actualmente uno de los más destacados filósofos españoles. Nativo de Barcelona, Trías ha recibido en Europa y América distinciones académicas importantes, debido a los excepcionales aportes hechos al pensamiento, especialmente por haber creado una nueva doctrina filosófica: La Filosofia del Límite. Por sus méritos la UASD le otorgó el título de Doctor Honoris Causa en Humanidades.

 

sentido y significación (mediante usos lingüístico o trazos de escritura).

 

Yo propongo desde hace años comprender eso que somos a través de la idea de límite. Somos los límites del mundo. En razón de nuestras emociones, pasiones y uso lingüísticos, dotamos de sentido y significación al mundo de vida en que habitamos. Abandonamos la simple naturaleza e ingresamos en el universo del sentido (lo que, técnicamente, podemos llamar mundo). Pero a la vez constituímos un límite entre ese «mundo de vida» en el que habitamos y su propio más allá: el cerco de misterio que nos trasciende, y que determina nuestra condición mortal.

 

Nuestra condición limítrofe y fronteriza nos sitúa a infinita distancia de la naturaleza (pre-humana) y del misterio (supra-humano). Nuestra condición marca sus diferencias en relación a lo físico (la vida vegetal, o animal) y en relación a lo metafísico, o teológico (la vida divina). Profundizar en el reconocimiento de esa condición humana de carácter limítrofe y fronterizo es, creo yo, el cometido de una filosofía que aspire a ser, a la vez, la más ajustada a las reflexiones de este fin de siglo y de milenio, y que conecte con las grandes tradiciones de la filosofía de siempre.

 

En los últimos años he efectuado incursiones en uno de los ámbitos más atractivos que esta filosofía del límite hace posible: el diálogo y la reflexión con la experiencia religiosa. He propuesto, en diversas publicaciones, la necesidad, muy de nuestra hora, de pensar la religión. O de tramar un diálogo entre la razón ilustrada, concebida como razón fronteriza, con esa sombra de la razón que ha sido, desde hace un par de siglos, la religión. Con ese fin he dispuesto de un concepto que, convenientemente recreado y repensado, puede ser apto para abrir la razón fronteriza hacia esa experiencia de lo religioso: el concepto de símbolo. Ya que entiendo símbolo la exposición, y expresión, por en figuras y formas sensibles, de lo sagrado. Y las distintas religiones constituyen formas siempre fragmentarias, pero necesarias, de dar cauce expositivo y expresivo, mediante símbolos, a lo sagrado.

 

La mitología constituye el conjunto de narraciones a través de las cuales se hace exégesis, o interpretación, de los símbolos religiosos; el ritual y el ceremonial (el sacrificio, sobre todo) constituyen las implantaciones escénicas, o festivas, de dichos símbolos. Del mismo modo como el templo constituye la instalación inaugurante del símbolo en el espacio; y la fiesta, su

 

instauración en el tiempo. En mi libro La edad del espíritu (y en Pensar la religión, que es un complemento del mismo, algo así como un «apéndice» de aquél) expuse de forma amplia y detallada esta reflexión sobre lo religioso a través de las formas simbólicas.

 

También a través de símbolos tenemos la posibilidad de formalizar y configurar aspectos de nuestros mundo de vida. Y ello a través de figuras (que pueden llegar a ser iconos o signos lingüísticos). Esas figuras que permiten hacer habitable el mundo las encontramos en todas las artes, incluso en aquellas en las que la impronta icónica o lingüística no es patente (como en la arquitectura y la música). En mi libro Lógica del límite llamaba a esas artes (a la arquitectura y a la música) artes fronterizas. En virtud de ellas se hace habitable el espacio y/o el tiempo a través de configuraciones simbólicas.

 

El libro que acabo de publicar, La razón fronteriza, constituye la tercera pieza de una trilogía a través de la cual he ido desarrollando mi propuesta filosófica, mi «filosofía del límite». Se trata de una trilogía: Lógica del límite, La edad del espíritu y La razón fronteriza, que forman una unidad; los tres componen el fruto de bastantes años de reflexión filosófica, a la vez que tres incursiones principales de esta «filosofía del límite»: hacia la estética y la teoría de las artes (en Lógica del límite), hacia la filosofía de la religión, y hacia la historia de las ideas en clave religioso-filosófica (en La edad del espíritu); y hacia la teoría del conocimiento, o de la verdad, en el último tramo de la trilogía, el que ahora acabo de presentar en público (La razón fronteriza).

Lo que ofrezco al público es una propuesta arquitectónica y constructiva que tiene la pretensión de acabar de una vez con los vicios postmodernos tan propios de los años chenta. Hoy ya no vale decir que la filosofía sólo se mueve entre fragmentos, o que sólo puede efectuar «des-construcciones» de los «edificios» filosóficos («logo-céntricos») del pasado. O que disuelve su especificidad en el concepto indiferenciado de «género literario», o en «lo textual» (allí donde todas las vacas son pardas). El fin de siglo y de milenio nos reta de nuevo a que nos aventuremos hacia posibilidades de construcción filosófica, por muy despiertos que estemos ante cualquier ingenuidad «sistematizante». Pero la filosofía no puede renunciar a las grandes preguntas de siempre relativas a nuestra condición humana, a lo específico de ésta (que es, mi modo de ver, la inteligencia pasional),o a las formas de expresión de lo más genuino de nosotros mismos (mediante ideas

 

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filosóficas, formas artísticas o símbolos religiosos).

Frente a proyectos de razón dogmática, como los propios de las filosofías «comunicativas» germánicas de anteriores décadas, o frente a las disoluciones postmodernas (como el pensiero debole, la desconstrucción o cosas por el estilo), se propone aquí una razón crítica ilustrada que asume su naturaleza crítica en razón de su inveterado diálogo con sus propias sombras. Y que se provee de símbolos para lograr un acceso, siempre paradójico, a la trascendencia, o para configurar, mediante formas artísticas, nuestro propio «mundo de vida».

 

Queda pendiente todavía, una vez trazadas las líneas mayores de esta reflexión filosófica, un próximo desarrollo que muestre la capacidad que esta orientación tiene de promover una inflexión relevante en el campo de la ética. Tengo previsto publicar, después de que aparezca este texto de La razón fronteriza, un breve texto titulado Ética y condición humana en el cual, en unas ciento y pico páginas, condenso las consecuencias éticas que pueden desprenderse de esta filosofía del límite. Se trata, pues, de mostrar el «uso práctico de esa razón fronteriza que, en términos de teoría del conocimiento ha sido reflexionada en el libro que ahora he publicado.

 

En esa reflexión ética muestro la necesidad de buscar la inspiración de la ética en la reflexión, antes referida, relativa a lo que somos. Ya que sólo de esa reflexión sobre nuestra propia condición, sobre la condición humana que nos es propia, es posible promover una propuesta ética que reviva y recree otras dándoles propuestas tradicionales o clásicas, sólo que una inflexión y un giro peculiar (el que deriva de la inspiración limítrofe de la filosofía que voy componiendo).

 

En dicho texto voy rodeando y cercando al único imperativo ético que a mi modo de ver posee plena legitimidad «racional», o que se adecúa y ajusta a nuestra propia condición, pudiéndose en consecuencia lo vengo universalizar. Tal imperativo hace ya años que formulando (desde inicié una reflexión sobre «los que límites» ya lejano libro Los límites del mundo). en mi Tal imperativo dice así: «Obra de tal manera que ajustes tu máxima de conducta, o de acción, a tu propia condición humana; es decir, a tu condición de habitante de la frontera».

 

De ese imperativo da testimonio cierta «voz» modernamente llamamos «voz de la condiciencia») que resuena a través de la máscara a través de la cual no

 

(que

 

presentamos ante los demás (y ante nosotros mismos). Esa máscara es la que determina nuestra personalidad. Persona significa máscara (en latín): hace referencia, en latín, a la «voz» que resuena a través de la máscara teatral (per-sonare). Esa voz que resuena a través de esa máscara que nos dota de existencia singular, o personal, es justamente la voz imperativa de la proposición ética: La que nos invita, y conmina, a habitar el límite del mundo, o a encarnar esa condición limítrofe y fronteriza que constituye nuestro signo de identidad. Esa propuesta es, además, la razón y el fundamento de nuestra libertad. Ya que está en nuestras manos tanto responder (de forma libre, responsable) a esa proposición, como también rechazar en forma de negación esa propuesta. Lo que de ese rechazo puede surgir es lo contrario a lo humano: la generación de lo inhumano. Sólo el hombre, en virtud de esa libertad que constituye su máxima dignidad (como ya supo comprender el gran pensador italiano del renacimiento Pico della Mirandola), puede generar en torno suyo, en su conducta y en la vida que le rodea, situaciones y formas de vida claramente inhumanas.

 

El límite es, siempre, un concepto resbaladizo y de doble filo, de una ambigüedad a veces irritante (aunque siempre estimulante). Todo límite es, siempre, una invitación a ser traspasado, trans-gredido o revocado. Pero el límite es, también, una incitación a la superación, al exceso. Los romanos llamaban limes a una franja estrecha de territorio, pero susceptible de ser habitada, donde confluían romanos y bárbaros, o ciudadanos y extranjeros. En las fronteras se producen siempre importantes fenómenos de colisión y mestizaje; todo pierde su identidad pura y dura de carácter originario, agreste, o natural. Y el hombre es fronterizo en razón de esa colisión que en él se forma: no es ni un animal ni un dios (ni tampoco un dios animal, o un animal divinizado, según el sueño dionisíaco de Nietzsche). En ese carácter «centáutico» estriba su peculiaridad; también, en cierto modo, su tragedia; pero así mismo su posible dignidad.

 

Ese carácter fronterizo del hombre tiene, pues, una posible expansión ética; y puede tener, también, un impulso filosófico que permita reflexionar sobre nuestra condición cívica, política. En nuestra época esa reflexión es necesaria. Ya que nos hallamos zarandeados por falsos universalismos (como los que ciertas formas econocistas o tecnológicas de «globalización» proponen) y por irredentos e irritantes particularismos (como las que ciertos modos de integrismo religioso o nacionalista

disponen). Entre el «casino global» de una economía y de una técnica universalizada y el»santuario local de los nacionalismos y de los integrismos, es importante repensar la articulación de las instancias universales y locales, o cosmopolitas y personalistas, a través de nuevas categorías (que dejen o aparquen como obsoletas las eternas querellas entre el Individuo y lo Colectivo). En esos contextos la «filosofía del límite» tiene, creo, campo abierto a la generación de nuevos modos de pensar lo comunitario y lo personal, introduciendo inflexiones conceptuales que pueden tener verdadera relevancia en el ámbito de las ideas cívicas y políticas.

 

No me gusta el concepto de individuo. Nunca me he sentido cómodo con él. Es un concepto negativo (lo indiviso, lo que ya no puede ser objeto de división), pero carece de propiedades positivas y afirmativas. Otra cosa es el viejo concepto estoico de persona. Los estoicos atribuían a ésta «cualidades propias», algo así como un estilo propio y singular que no podía ser reducido a la simple e indiferente distinción cuantitativa entre un individuo y otro. La persona es singular en el sentido en que hablamos de «singularidad» como opuesto a lo que es corriente o común, o perteneciente a una media estadística. O en ese curioso sentido en que usan el términos los astrofísicos cuando hablan de «singularidades» del espacio-tiempo (en relación a aconteceres o eventos que no parecen cuadrar con el marco o paradigma teórico de que se echa mano). Singularidades son, por ejemplo, los «agujeros negros»; también la «gran explosión» que se asume en las hipótesis cosmológicas más consensuadas.

 

Pues bien, yo sostengo que somos personas y no individuos. Y que lo que especifica nuestro carácter personal es una singularidad capaz de expresarse en un estilo propio imposible de intercambiar o delegar a otro u otros; todo aquel conjunto de «cualidades propias» (como decían los estoicos) que nos constituyen en eso que cada uno de nosotros șomos. Esa singularidad es afirmativa y positiva. Y tiene cierto carácter indefinible des-comunal, como sucede con las «singularidades» que descubren los físicos o astrofísicos teóricos.

 

El concepto de persona debe ser rescatado. Es erróno pensar que tal concepto sólo puede asumirse desde parámetros mentales cristianos, neoescolásticos

 

o «personalistas» (al modo, muy respetable por lo demás, de un Emmanuel Mounier, el fundador de la prestigiosa revista francesa «Espirit»). El concepto tiene raíces estoicas; y con gran inteligencia fue integrado e incorporado por tradiciones cristianas, hasta llegar a la escolástica medieval.

 

Persona, per-sona, significa máscara. Desde mi libro Filosofía y Carnaval hasta Meditación sobre el poder fui dando vueltas a esta sencilla definición de lo que somos. Somos aquella máscara que nos constituye en sujetos abiertos a relaciones con los demás; y que nos instituye en sujetos de derechos y obligaciones (como en la noción jurídica de «persona» en el Derecho Romano, donde acaso hay cierta huella de la especulación estoica). Somos aquella máscara a través de la cual resuena una voz (que eso significa per-sona, per-sonare, o resonar «a través de»…). Esa es nuestra VOZ, la que nos constituye en lo que nos constituye en lo que somos.

 

¿Qué dice o enuncia esa voz? ¿En qué conjugación verbal se produce en nosotros, en nuestra realidad de máscaras, esa «Voz» que «oímos» en nosotros mismos? Yo sostengo que esa conjugación es imperativa. Y ese imperativo verbal únicamente nos conmina a ser, o a llegar a ser, eso que somos (en tanto que seres humanos). Como decía Píndaro: «llega a ser lo que eres». O como decía el Oráculo de Delfos: «Conócete a ti mismo y descubre tu propia medida»; conoce, pues, tu propia condición humana y asume la medida, el límite, que a esa condición de hombre corresponde.

 

Yo sostengo, en la línea de la filosofía del límite que desde hace años vengo desplegando, que ese «imperativo categórico» debe formularse así: «Obra de tal manera que tu máxima de acción se ajuste a tu condición (humana) de límite y frontera del mundo; o de habitantes de la frontera».

 

Frente a los individualismos de corte anglosajón, que padecen una cuota de abstracción demasiado aciaga, el concepto de persona es permeable al nexo de relación en que se realiza esa condición humana (limítrofe) que nos es propia. La persona, pues, asume los marcos comunitarios e intersubjetivos en que se halla de mucho mejor modo que el concepto moderno (de raíz aristotélica) de individuo. En este punto, como en tantos otros, el estoicismo introduce una modificación importantísima en la vieja filosofía griega. No en vano el estoicismo alcanzó un concepto de libertad mucho más determinado y moderno que el (inexistente, por

 

excesivamente sociológico) concepto antiguo, platónico aristotélico, de libertad. y

 

El concepto de individuo, en su abstracción, lleva consigo, como reacción, una concepción de lo común igualmente reductiva y abstracta. Como ya avancé en Meditación sobre el poder, al concepto de Individuo corresponde, como su contraplacado negativo, el concepto de Colectividad. Los colectivismos son la reacción que corresponde a los excesos del individualismo. A las «robinsonadas» (tan deploradas por Marx) del individualismo liberal corresponden las terribles inflexiones hacia un colectivismo con gérmenes totalitarios. Los desafueros de éste (sean marxistas o nacionalistas, o racistas) determinan, de nuevo, por puro efecto de boomerang, un retorno al individualismo como el que en esta última década se ha producido.

 

Pero lo importante es conseguir salir de ese desatinado dilema entre Individuo y Colectividad (o entre el individualismo liberal que auspicia aquél.y el colectivismo de izquierdas o de derechas, marxistas o nacionalistas, que fomenta éste). Se trata de abrirse a otro mundo (como diría mi amigo Juan Antonio Rodríguez Tous): un mundo en el cual, más allá de Individuos y Colectividades, puedan asentarse, sobre firmes bases filosóficas totalmente renovadas, el concepto de Persona, y un nuevo concepto de Comunidad sería una densa y compleja trama (nunca

 

susceptible de univocación por la vía que sea, sociocconómica o «nacionalista) de personas que reconocen mutuamente su dignidad en el hecho de constituirse cada una en máscara a través de la cual resuena la «voz» de ese Imperativo categórico, incondicional, que nos conmina a realizar nuestra Medida Humana, o nuestra condición (limítrofe) de habitantes de la frontera; frontera entre la naturaleza y el mundo; o entre el mundo y el misterio.

 

Esa comunidad es, sobre todo, una comunidad de sentido que se expresa y manifiesta en aquel conjunto de relatos y narraciones a través de los cuales nos constituímos en sujetos. Sujetos de narraciones, y sujetos «referidos» por narraciones que otros cuentan sobre nosotros. Nuestras vidas son relatos: expresiones lingüísticas ligadas a «formas de vida», para decirlo al modo del segundo Wittgenstein. Y en ese ser sujetos de narración y relato se cifra también nuestra propia dignidad. De esa materia sutil, etérea y burbujeante de los relatos y narraciones que somos (en tanto que seres comunitarios, o del común), no es posible derivar ninguna entidad dura y esencialista (como propenden los meta-relatos nacionalistas). Las comunidades en las que estamos y somos son campos de fuerzas en las que los relatos se van cruzando y entrecruzando. La totalidad de aconteceres de éstos: eso es lo que podría llamarse, interpretando libremente el concepto de el Tractatus, «nuestro mundo»; o en general el mundo.