Por PEDRO TRONCOSO SÁNCHEZ,

Profesor en la Universidad de Santo Domingo

En la tarea de señalar lo específicamente humano, de descubrir aquellas notas que distinguen netamente al hombre del resto de las especies vivas, podemos hacer una observación que es evidente por sí misma y que sirve de clave para entrar de lleno e instalarnos decisivamente en el terreno de la cuestión. Es ésta: de cada individuo humano es posible hacer una descripción que lo diferencie claramente del resto de  los individuos de la misma especie, en tanto que la descripción de cada individuo de cualquiera de las otras especies no lograría destacarlo con la misma claridad  respecto de sus semejantes. Dicho brevemente, el individuo humano es el único que se presta a la biografía.

Podríamos indicar los rasgos distintivos de Carlos, el filósofo, de Juan el maleante, de Pablo el labrador, y poner de manifiesto distancias siderales entre unos y otros individuos; pero no obtendríamos el mismo resultado haciendo la biografía de distintos caballos, de distintos elefantes, de distintas tortugas. La consecuencia sería más bien el biografiar especies. Visiblemente, la descripción de la conducta de UNA alondra casi se confunde con la de la conducta de LA alondra. Pero en cambio el relato de la vida de Francisco de Asís no serviría para caracterizar al hombre; como tampoco el de las hazañas de Al Capone.

Suele señalarse popularmente, y aún en la literatura culta, como nota esencial de lo humano la manifestación de esos rezagos de animalidad que son las pasiones, algunas de las cuales son huéspedes casi inseparables de las almas. Por ejemplo, ante un caso de amor propio que empaña la visión de la verdad o de la  justicia, la reflexión corriente es: «Eso es muy humano». En esto hay un error. Lo típicamente humano no son los atributos que nos igualan y, al mismo tiempo, nos aproximan a la bestia, sino el rotundo contraste, ofrecido por las historias personales; el ser uno un ángel y otro un demonio.

Esta observación no solamente presenta una determinación diferencial del hombre en cuanto hombre, sino que es puerta franca para ponernos en el camino de justificar la filosofía de los valores y dentro de ella, según veremos, su concepción como realidades extranaturales, es decir, el reconocimiento de una esfera de lo valioso como un mundo independiente del cual el hombre participa, situándonos, consiguientemente, en la necesidad de rechazar la tesis que concibe los valores como un producto de la psique.

Estamos ante el hecho evidente de que sólo del hombre es dable hacer biografía, y es necesario encontrar una explicación satisfactoria de ese hecho ¿Por qué el hombre puede ser tanto un salvaje como un civilizado, un poeta como un negociante, un santo como un asesino, lo cual no puede decirse también del león,  del pez, de la hormiga?

Pero antes de contestar es necesario complementar nuestra observación con otra que la limita y que no es menos evidente. Es que las enormes diferencias  existentes entre hombre y hombre no abarcan todas las esferas de realidad dentro de las cuales el hombre es, vive y se mueve.

Ante todo el orden anátomo-fisiológico, las variantes que se registran entre un individuo y otro de la especie humana no son mayores que las advertidas entre los ejemplares singulares de cualquiera otra especie. De no ser así, no podríamos siquiera hablar de una especie humana. No hay lugar pues a constatar, en lo biológico, la nota de la posibilidad de biografía propia del hombre. En todos los ejemplares está la misma estructura ósea y muscular, órganos iguales y uniformemente dispuestos, las mismas funciones, las mismas reacciones, las mismas enfermedades, etc. No se objete a lo dicho invocando el carácter estrictamente individual de la fisonomía y las grandes diferencias que ésta  presenta. Sería atribuir sentido fisiológico a la expresión infinitamente variable de los rostros y al lenguaje de los movimientos. Sería como confundir la letra físicamente considerada, con su significación. Lo biológico, en este caso, es solamente la cara, como objeto sensible, con sus órganos, músculos y huesos, dotados de vida, sin la añadidura de la expresión. Esta última está determinada por aquel mundo intangible que se asoma al mundo físico por medio del hombre. Todo lo biológico de un hombre es pues igual a lo biológico de otro hombre, tal como lo vemos en los animales.

Veamos ahora lo que tiene lugar en el ámbito de lo psíquico. Aquí vemos una dualidad de zonas cuya investigación nos obliga a acogernos a la teoría de los  valores que concibe éstos como realidades extra-naturales. Una de estas zonas está poblada por procesos que no nos permitirían, ellos solos, trazar retratos individuales de cada hombre en los cuales quedarán plasmadas las profundas diferencias que los distancian. Es la zona de los procesos puramente psíquicos, conscientes o inconscientes. Explorando dentro de esta zona, la psicología comprobaría que tanto en Einstein como en el pulpero de la esquina se cumple del mismo modo la ley psíco-física de Fechner; que en Iván el Terrible y en San Carlos Borromeo se desenvolvieron igualmente los fenómenos de la sensación, la atención y la fatiga; que el proceso intelectivo en un filósofo no se desarrollaría de un modo sensiblemente diferente que en el alma de un primitivo; que estas comparaciones, en fin, serían análogas a la que se hiciera entre los procesos psíquicos de dos loros, y que tanto las unas como las otras no ofrecerían mayor base para la biografía.

Es en la otra zona en donde encontramos el material para hacer verdaderas biografías, en donde nos damos con la nota exclusivamente humana de la voluntad libre. Sólo en este sector se desenvuelven procesos gracias a los cuales cada hombre escapa a la rutina de los cauces psico-físicos y se convierte en una persona. Aquel en el cual queda definido y diferenciado como egoísta o como filántropo, como miserable o como generoso, como artista o como patán, como inteligente o como obtuso, como honrado o como ladrón, y no solamente como sujeto de impresiones, percepciones, voliciones, instintos, pasiones, memoria.

Por existir esta segunda zona dentro del mundo interno del hombre, que presenta objetos tan disímiles respecto de los de la primera, y que no encontramos ya en ninguna otra especie, es por lo que ha habido necesidad de hablar de los valores y se han expuesto varias teorías sobre los mismos. Había que dar una explicación razonable acerca del fundamento de aquella multitud de propensiones, actitudes, conductas y acciones del hombre, que matizan de manera tan profundamente variable a la humanidad.

Una de estas teorías afirma que los valores tienen su fuente en la misma psique y, consiguientemente, que la persona deriva totalmente del yo psíquico. Pero es el caso, sin embargo, que enfocados los valores desde el ángulo en que ya nos hemos situado, es decir, mirados como los elementos que intercalan las diferencias inmensurables existentes entre hombre y hombre, como lo que convierte al ser humano en la única criatura biografiable, aquella teoría no parece plausible ¿Está justificado, en efecto, afirmar que la zona heterogénea y cambiante del hombre, la que muestra procesos imprevisibles por intervenir un elemento liberador, procede de la parte por esencia uniforme y homogénea, de aquella que se conduce siempre dentro de su orden regular y causal, el mismo orden que se manifiesta en la vida de las especies no biografíales?

Es imposible admitir que factores iguales produzcan resultados tan extremadamente desiguales. Es inconcebible que del determinismo surja la libertad. El examen de los hechos exige imperiosamente el reconocimiento de otros factores, de factores no pertenecientes al reino de la naturaleza, ¿puede nacer -insistimos- de procesos puramente temporales y sometidos a leyes, que ocurren del mismo modo en todos los sujetos, como es cualquiera vivencia psíquica, la actitud espiritual provocada por dicha vivencia y que, a diferencia de ésta, puede presentar infinitas variantes? ¿Esta  actitud espiritual no depende más bien de la mayor o menor intensidad con que influyen en la psique realidades extra-psíquicas?

Sólo concibiendo así los valores, como realidades extra-psíquicas que advienen al sujeto, quedarían convenientemente explicadas las enormes diferencias que  presentan las almas entre sí. No es admisible ver el agente que hace posible la biografía –o sea los valores en la fuente misma de la parte no biografiable– de la vida. De encontrarse allí no habría diferencias cualitativas entre el hombre y el animal.

En los organismos psico-físicos de varias personas colocadas ante una obra pictórica o ante una orquesta que ejecuta una sinfonía, se operan más o menos los mismos fenómenos fisiológicos y psíquicos. Todos perciben de igual manera los colores y las figuras del cuadro o las notas emitidas por los instrumentos ¿Por qué, sin embargo, puede ser tan hondamente diversa la reacción de cada sujeto ante el contenido estético de las obras? La única contestación válida es que la diferente actitud espiritual de los espectadores y auditores depende de la medida en que sus almas captan los valores estéticos cuya aparición es suscitada por las circunstancias, mejor dicho, del grado en que llegan hasta ellos desde su mundo celeste. Según que predominen en los sujetos las tendencias e impulsos del reino  natural de que forman parte su cuerpo y su alma o que se sobrepongan a aquéllos los valores; según el género de valores emitidos, y según el modo como éstos se incorporen a la vida, así reaccionará cada uno a la multitud de los estímulos recibidos de fuera.

En los hechos pertenecientes al marco de la calificación moral, por ejemplo, el sujeto actuará de diverso modo, según que atienda a los instintos y a los apetitos primarios o a los requerimientos de los valores del amor, el honor, la justicia, etc.

Si los valores procedieran de la psique, se estaría ante una de estas dos posibilidades: o bien la percepción del cuadro o de la sinfonía se convertiría en todos, uniformemente, en emoción estética, y entonces los hombres no fueran biografiables; o bien fuera propia de lo puramente psíquico la variabilidad mostrada por lo espiritual, lo que evidentemente no sucede, y es contrario a lo comprobado por la psicología.

Este resultado respecto de la esencia de los valores y del origen de la valoración a que nos ha conducido la consideración del hombre como el único ser sujeto de biografía, es el mismo a que arribaríamos eligiendo cualquiera otra vía, y él nos pone también en la necesidad de rechazar la doctrina que aun reconociendo la independencia del mundo valiente, cree descubrir en el yo psíquico un innato impulso de superación, una espontánea apetencia de los valores. Esto fuera así si los valores residieran potencialmente en la psique y ellos mismos pidieran, desde allí, su actuación y su vigencia. Pero siendo realidades ajenas a la psique, en modo alguno podría pensarse que ésta les apetece, puesto que los ignora en absoluto. Aparentemente los busca, pero el proceso es necesariamente otro.

Razonablemente, cuando un hombre se orienta hacia el valor, cuando siente la urgencia de gobernar su vida por los dictados del amor, de la justicia, de la  decencia, y no por la ley del egoísmo original; cuando le mueve el ansia de conocimiento, cuando se lanza a la creación y al goce artísticos; cuando levanta su mirada en demanda de salvación, no es que su alma presiente el valor y se dirige a su encuentro, sino que el valor le ha conquistado ya, ha descendido a su alma  –se ha operado lo que podríamos llamar el misterio pentecostal– y esta presencia del valor se ha convertido en aspiración –«flecha de anhelo»– de su plena posesión. Antes de que las almas reciban, siquiera débilmente, el valor, es imposible que ellas lo deseen. Ahora bien, su advenimiento no se realiza siempre por la sola y espontánea acción del valor, como en el mito de Parsifal. El acceso al valor es un privilegio humano y puede ser provocado y facilitado en principio en todos los hombres mediante la educación.