A JOSÉ FERRER CANALES

¿RESOLUCIONES PARA EL 2000?

Federico José Álvarez*

Esta isla es la huella primigenia de los más remotos movimientos telúricos que se sucedieron en la conformación del archipiélago de Las Antillas.

Como el diamante, que no obstante su pequeñez logra reproducir el destello inefable de los astros, al cabode una temporalidad sin historia que debió cruzar al desde las entrañas más oscuras de la naturaleza hasta las más acabadas y prístinas de sus cúspides, así estas islas, al cabo de los tiempos, han definido su fisonomía única a la medida de lo real-maravilloso. emerger

 

Homero intuyó esta belleza paradigmática cuando aludía, en La Odisea, a la suerte feliz de quienes habitaban «Las islas de los Bienaventurados».

 

Bartolomé de las Casas, esa Primera Pluma de España en América, dio constancia de su experiencia paradisíaca al describir los paisajes exhuberantes de esta isla como «los verdaderos terrestres Campos Elíseos».

 

Platón nos enseña en su vasta obra dialéctica de la perfección y, en su cosmología (Timeo o De La Naturaleza), la teoría del hacedor (demiurgo), que lleva el mundo desde lo amorfo hasta la belleza: «El hacedor ha contemplado el modelo eterno, porque este mundo es la cosa más bella de todas las que han nacido, y el hacedor, la más perfecta de las causas» (28c). En general, la obra de Platón está impregnada de una misma problemática: la política, entendida como el arte y la ciencia de la educación ciudadana. De lo que se trata,

 

pues, es de hacerse el hombre según su talla posible.

 

El arca de Noé no tenía timón pues no se lirigía a orilla alguna, pero Jehová mismo la capitaneó para que no naufragara en el diluvio. Nuestra barca, llamada «República de Duarte», navega hoy por los océanos vacíos de la postmodernidad, a la zaga del mundo. Todavía ajenos a nuestras posibilidades más propias, somos todos nosotros, sin embargo, sus actuales tripulantes.

 

La patria de Duarte y los trinitarios es también la orilla donde aguardan nuestras utopías, cuyo advenimiento posible podría estar en las manos de todos los dominicanos que se levantan cada mañana a ofrendar sus esfuerzos al aparato ciego que nos rige. La fuerza de tantas manos es capaz de trastornar, hasta de improviso, la inercia de los lastres que retienen nuestro curso. Sin embargo, la racionalidad que nos rige, rige además todo el planeta como cultura de (culto a) la globalización.

 

En los tiempos postmodernos, nuestro país pertenece al grupo desventajado tras una modernidad incumplida, cuyo discurso todavía se ahoga-en palabras de Leopoldo Zea- en la marginación y la barbarie.

 

Al cabo de la Historia (la postmodernidad es una condición o estado posthistórico), el último hombre como lo llama Nietzsche- asiste a la realización técnica de la Metafísica: Es la muerte de Dios, o sca, la pérdida

Licenciado en Filosofia por la Universidad Católica Madre y Maestra.

de lo trascendente. «¿Con qué esponja -inquiere Zaratustra- hemos borrado el horizonte?». Y con desnuda sentencia afirma: «Es la voluntad de poder, que no tiene ya qué querer; pero como no puede dejar de querer, quiere la nada…» Y concluye: «El desierto está creciendo».

 

Por obra de la técnica, el hombre postmoderno ha dejado de regirse según lo Eterno y se ha lanzado a la experiencia abismal de lo infinito. La «segunda naturaleza», obra del artificio humano, está construida sobre una nada, entendida como lo «sin fundamento» (El ab-grund de Heidegger, el apeiron de Anaximandro, los números irracionales de los pitagóricos).

 

¿Acaso no hemos perdido también nosotros nuestros horizontes? «Todavía no», decimos con Ernst Bloch. Todavía hay Historia pendiente en nuestro devenir. Todavía hay un futuro posible, otro que nuestro presente. ¡Todavía la Patria de la Justicia tiene esperanza de ser más concreta! ¡Todavía…más Duarte aún!

 

Al convertirse en planetaria, la civilización occidental lleva la Historia Universal a su culminación: No más proyectos escatológicos, no más «meta-relatos»; todo se cumple sin alternativa en ésta, la mejor historia posible.

 

La postmodernidad, pues, representa para nosotros el peligro de que nuestra barca quede varada en las profundidades del nihilismo. A diferencia del arca de Noé, la «República de Duarte» no está capitaneada por Jehová. Su punto arquimédico es el ideario duartiano.

 

¿Zozobraremos indefectiblemente en este temporal de los “abismos”?

 

¿Qué será de nosotros a partir del año 2000?

 

¿Nos determinaremos en lo mismo?

 

¿Nos articularemos en la causa por el otro?

 

¿Navegaremos, como Ulises, hasta llegar a la orilla de lo que nos es más propio?

 

¿Significaremos la República Dominicana como un hermoso sin sentido?

 

¿Es posible aún tomar resoluciones?

A JOSÉ FERRER CANALES, LLAMA DEL ANTILLANISMO

«…llama viva en vuelo incesante por alcanzar las más nobles cimas de la realidad humana -caña de amor y pensamiento- a tí, hermano José Ferrer Canales, rindo homenaje esta noche».

 

El archipiélago de Las Antillas constituye un genuino prototipo del cosmopolitismo que impulsarían los descubrimientos de Cristóbal Colón, de Américo Vespucio, de Magallanes y de El Cano. El Nuevo Mundo y el Pacífico redondearon la inteligibilidad del planeta y sentaron, ya en 1520, las bases de la globalización. Europa que hasta entonces no había sido más que una península periférica en la milenaria «Historia» afro-asiática, pasó a ser el «Centro del Mundo». De tal acontecimiento surgiría una nueva era: La Modernidad.

 

La cultura de Occidente, nacida de la greco-latina, logró expandir a toda América la dialéctica del poder que la fundamenta y, a través de la Técnica, patentizó su vigencia como legítimo universal, o sea, como «la mejor historia posible».

 

Esta América -la que defendió José Martí- fue condicionada por los cánones de la cultura del poder como objeto de conquista, como «botín a la mano». El curso de los siglos sólo ha consolidado la dependencia como el signo de nuestra América.

 

Bien atrás quedaron, al parecer, las utopías de Bolívar y de Betances, de Luperón, de Hostos y del Che Guevara. El aparato social ha probado ser capaz de asimilar toda revuelta, como advirtieran Camus y Marcuse.

 

El culto a la globalización llena la agenda del hombre planetario de hoy día (homo technicus postmodernus?). La posibilidad de la negación del universal absoluto queda fuera de contexto, es un sin sentido. Todo discurso de «afuera» es inaudible pues la trascendencia es impracticable. El diferendo entre el principio de identidad y el principio de contradicción conduce la declinación de Occidente al principio de indiferencia, en cuya lógica se disuelve la realidad de la vida planetaria hoy día.

 

El culto a la globalización es el standard cotidiano del hombre planetario cuyo yo se disuelve en la impersonalidad del término medio.

 

La indiferencia postmoderna deja atrás el mundo de las esencias, disolviendo las jerarquías y precipitando la vida por los horizontales abismos del infinito.

 

¿En verdad ha llegado a ser inalterable el curso de la Historia? Si ello es así, la optimización de los recursos, que ha sido el único canon del homo faber de la modernidad, será globalizada por la eficiencia de los bloques que estructuren el mercado mundial, que es lo Josemilio González

que ha llegado a ser la «segunda naturaleza», creada por el hombre mediante el artificio técnico a partir de su expulsión del Paraíso y gracias al turbio negocio que hizo con Prometeo para adquirir el divino know-how, necesario para el dominio del fuego…

 

El progreso ha sido el sentido histórico de la Modernidad. Es por así decir, su garante teleológico: ¡Vamos tras el objetivo legítimo!…La postmodernidad es posthistórica, sin embargo, pues el progreso, epifanía de la técnica, no pasa de ser puro medio que no trasciende a un fin. Así pues, para la postmodernidad, el progreso es infinitamente intrascendente.

 

El filósofo Bergson definió el problema antropológico como la incapacidad del hombre para durar empáticamente con el élan vital. De ahí se entiende por qué el proyecto del hombre no es natural sino antes bien «artificial». De ahí se entiende también que este «bicho raro» -como llamaría Ortega y Gasset al hombre-lo defina Heidegger como «el existente»: el ente que tiene su ser fuera de sí; aquél cuya existencia transcurre como pro-yecto, como estado de yección que se consuma y culmina en el éxtasis (ser-estando-fuerade-sí), o sea, en la muerte, en la nada…

 

Para Marx, así como para todo pensador posthegeliano, el proyecto antropológico por antonomasia es el de la desalienación del hombre. Sin embargo, el derrumbe del «socialismo real» parece haber marcado, en esta misma década, el último soplo de la escatología moderna. La postmodernidad prescinde de los «metarelatos»: «Más allá de aquí, nada»…

 

Ni en Las Antillas ni en el resto del hemisferio sur del planeta se ha cumplido la Modernidad. Tampoco lo está del todo en el hemisferio norte, según advierte Habermas. No por ello -sin embargo- la condición postmoderna deja de ser global.

 

En la nave espacial «Tierra», nos dice el canadiense McLuham, «no van pasajeros: Todos somos tripulantes», dedicados a su maniobra y servicio.

 

El nihilismo postmoderno prescinde de toda vinculación y valoración espiritual que potencialmente ataban al hombre con el Absoluto. Con ello Occidente completa la total inversión de valores que se origina en el saber absoluto del homo sapiens sapiens, regido por el principio de identidad que va de Aristóteles a Leibniz, y que, con Hegel y el principio de contradicción historicista, descubre la alienación como fundación ontológica de la existencia, y a ésta, con Marx, en su

 

reificación como homo faber, a quien toda realidad se le aproxima como un objeto de trabajo.

 

Johan Huizinga advirtió, hace ya más de medio siglo, sobre tal estado de cosas y atribuyó el mismo a la merma o carencia, en la cultura del homo faver, del elemento agonal que significa el juego como quehacer libre, gustoso e irracional, y que él llama homo ludens. A través del juego el hombre-niño descarta la «vida or dinaria» e ingresa a una dimensión «sin finalidad pero llena de sentido». La cultura moderna, dice Huizinga, «apenas si se juega y, cuando parece que juega, su juego es falso». La ruptura con el «mundo ordinario» es para Huizinga una condición indispensable para acceder al elemento lúdico del hombre, que es una función tan esencial como la reflexión y el trabajo y que a la vez está presente en la formación y desarrollo de la cultura.

 

Las Antillas, por su belleza, por su magia, constituyen un lugar idóneo para «poner entre paréntesis» el «mundo de la vida» -parafraseando a Husserl- y dar rienda suelta, en ese interín, a las esencias lúdicas de la existencia como experiencia reconciliadora de hombre y naturaleza, de Psyche y Eros. Citando a Martí: «La naturaleza inspira, cura, consuela, fortalece y prepara para la virtud del hombre. Y el hombre no se haya completo, ni se revela a sí mismo, ni ve lo invisible, sino en su íntima relación con la naturaleza» (O.C. T.XIII, p.25).

 

El hecho de que Cuba, la hermana mayor, haya ingresado a una economía de mercado, a través del servicio turístico, constituye una inusitada coyuntura que las demás islas o islas-Estados de Las Antillas deben capitalizar en el sentido de organizar programas de integración económica regional que recepcionen el creciente flujo de capital emanado de los países el Primer Mundo, por concepto de vacaciones masivas que en realidad constituyen actividades terapéuticas producto del instinto de conservación de sociedades enajenadas por el stress y la falta de sentido.

 

En una sociedad planetaria regida por una economía de mercado, cada una de nuestras islas o islasEstados debe encontrarse y descubrirse a sí misma como formando parte de una región unitaria como lo es el archipiélago antillano -iguales en la diversidad resultante del accidente etnográfico que nos constituye y, con ello, debe promover la solidaridad necesaria para que esa tal región nuestra obtenga un sitial digno y válido en el mercado mundial.

El rango participativo de Las Antillas en la comunidad mundial debe resultar, de modo «natural», de la explotación racional de nuestros recursos, la cual, a diferencia de la que históricamente ha resultado negativa para las clases más necesitadas, sea una producción que permita a los respectivos Estados el establecimiento de una verdadera economía distributiva.

Hostos, Martí y Henríquez Ureña han sido nuestros grandes maestros antillanos. Sus luces convergen en un humanismo práctico y desalienador en peligro de extinción. Hoy día, la trayectoria humanística del Dr. José Ferrer Canales es, ella misma, un episodio -acaso último- del latir del antillanismo en Puerto Rico.

 

Hoy día también existen entidades que, como el CARICOM y la Asociación de Estados del Caribe, promueven una integración virtual en el plano económico, con el desapasionamiento político correspondiente a nuestra época.

 

Somos integrantes de una corporeidad geopolíticamente determinada como Las Antillas. Nos identifican nuestros territorios, nuestras historias y nuestros ritmos vitales. Hay que tomar conciencia de ello pues está en nuestras manos la labor de regionalizarnos al punto de lograr la estructuración del ente que participará en el intercambio con las demás estructuras de la «comunidad mundial».

 

Decirnos antillanos es identificar un común denominador que vincula estas perlas dispersas del caribe; que les da sentido y potencia (energía) a la vez.

 

Para dinamizar nuestro curso, debemos revestimos de las condiciones que requiere la sociedad planetaria de hoy día. Para participar y así erguirse, el de Las Antillas debe ser un nombre registrado en el «directorio planetario». Tal nombre puede ser -y a mucha honra el de «Primer destino mundial de turismo de playa».